Ser feminista en espacios donde muchas mujeres no lo son y donde incluso niegan la existencia de las violencias de género es un desafío constante. A menudo siento que me toca ir contracorriente y que mi voz se pierde entre ideas que justifican o minimizan comportamientos dañinos hacia nosotras mismas. Me duele ver que, en lugar de apoyar el cambio, algunas de ellas prefieren aceptar el status quo, como si reconocer esas realidades fuese algo que no vale la pena o, peor aún, una exageración de nuestra parte. Esta falta de empatía entre nosotras mismas me resulta frustrante, ya que siento que estamos fallando en unirse por algo tan fundamental como la dignidad y el respeto.
En estos espacios, hablar de feminismo es casi un acto de valentía. Cada vez que señalo una situación injusta o trato de explicar cómo la violencia de género afecta nuestra cotidianidad, recibo miradas de incomodidad y comentarios de incredulidad. Me hacen sentir como si estuviera viendo cosas que no existen, como si mi experiencia y la de muchas otras mujeres fueran solo invenciones o detalles insignificantes. A veces me pregunto si, en realidad, no sería más fácil guardar silencio y seguir adelante sin decir nada. Sin embargo, cuando pienso en el impacto de callar, en lo que eso implica para otras mujeres y para mí misma, entiendo que no es una opción.
A pesar de estas dificultades, persisto en mis convicciones. Entiendo que la resistencia al cambio es parte de un proceso más profundo y que, aunque parezca un camino solitario, poco a poco se generan pequeñas transformaciones. Mi deseo es que un día todas podamos vernos en el espejo de la otra, reconocer nuestras luchas y apoyarnos mutuamente. No es fácil, pero siento que vale la pena enfrentar las incomodidades para construir un espacio donde podamos reconocer nuestras realidades sin miedos ni prejuicios.