Las leyes para la protección de la mujer han sido un avance necesario, pero en la práctica han demostrado ser insuficientes. La violencia sigue siendo una realidad cotidiana, y muchas veces la justicia llega tarde o no llega. No basta con que existan normas si el sistema que las aplica está lleno de barreras, revictimización y falta de voluntad para hacerlas cumplir.
El problema de fondo es cultural: no es solo una cuestión de leyes, sino de cómo se crían y educan a los hombres. Si la violencia contra las mujeres sigue siendo minimizada, justificada o incluso tolerada, de poco sirven las sanciones si no van acompañadas de una transformación real en la manera en que los hombres se relacionan con el poder y con el respeto a las mujeres.
Es urgente que los hombres eduquen a otros hombres, que la responsabilidad del cambio no recaiga solo en las víctimas, sino en quienes deben desaprender y reeducarse. La prevención debe ser tan prioritaria como el castigo, y este último debe ser real, sin impunidad ni excusas. Solo con sanciones efectivas y un cambio profundo en la educación de los niños y jóvenes podremos aspirar a una sociedad donde las leyes no sean meros discursos, sino garantías de una vida libre de violencia para todas.